11.00. El "gran regreso" de la Iglesia Católica Romana a la Biblia

EN 1962 comenzó a hacerse realidad el propósito de que las Sociedades Bíblicas Unidas (SBU) y el Vaticano colaboraran conjuntamente en la traducción y distribución de las Sagradas Escrituras.

Esta convergencia de católicos y protestantes evidentemente es una manifestación del espíritu ecuménico que se acentuó en el último tercio de siglo pasado. Abundan las pruebas de esta tendencia, especialmente desde los días del papa Juan XXIII (1958-1963).

Uno de los factores que sin duda ha movido a millones de protestantes a mirar con simpatía una relación amigable y hasta de franca cooperación con el catolicismo es lo que algunos han llamado "el gran regreso de la Iglesia Católica Romana a la Biblia".

Ese "regreso" ha sido aclamado con entusiasmo.

Corresponde, pues, que nos refiramos brevemente a un documento del Concilio Vaticano II, promulgado el 18 de noviembre de 1965. Se trata de la "Constitución Dogmática sobre la Divina Revelación".

En esta "Constitución" se define que "Tradición y Escritura están estrechamente unidas y compenetradas" (Capítulo II, 9); se puntualiza que "el oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios escrita o transmitida ha sido confiado únicamente al Magisterio vivo de la Iglesia" (Capítulo II, 10); se indica que las traducciones de la Biblia deben estar “provistas de las explicaciones necesarias y suficientes para que los hijos de la Iglesia se familiaricen sin peligro y provechosamente con las Sagradas Escrituras y se penetren de su espíritu"...

"Háganse, además, ediciones de la Sagrada Escritura, provistas de notas convenientes, para uso también de los no cristianos, y acomodadas a sus condiciones, y procuren los pastores de las almas y los cristianos de cualquier estado divulgarlas como puedan con toda habilidad" (Capítulo VI, 25).

En este mismo documento conciliar se destaca la necesidad de que todos los fieles cristianos tengan un fácil acceso a las Páginas Sagradas. Por eso se insiste en que es deber de la iglesia procurar "que se redacten traducciones aptas y fieles en varias lenguas, sobre todo de los textos primitivos de los sagrados libros" (Capítulo VI, 22).

Ahora bien, dentro de este contexto resalta como muy significativa la indicación: “Y si estas traducciones, oportunamente y con el beneplácito de la Autoridad de la Iglesia, se llevan a cabo incluso con la colaboración de los hermanos separados, podrán usarse por todos los cristianos” (Capítulo VI, 22).

Desde el mismo principio del entendimiento entre los representantes del Vaticano con los de las SBU se actualizó un tema ya secular, y que parecía olvidado: el de los libros que Jerónimo (c. 340-420) llamó "apócrifos". ¹

Este adjetivo que en nuestro idioma actual significa "supuesto", "fingido", "falso", tenía alcances menos categóricos en los días de Jerónimo, pues se aplicaba a algo "oculto", "secreto", "dudoso".

Algunos escritores antiguos usaban ese vocablo para los libros de sabiduría esotérica (secreta o misteriosa), demasiado complicados para los lectores comunes y que sólo podían ser entendidos por los iniciados.
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¹ La palabra "apócrifo" deriva de una voz griega (αποκρυφος [apokruphos]) que significa "escondido", "secreto", "de origen desconocido". Como los gnósticos y otras sectas heréticas afirmaban que sus creencias particulares estaban fundadas en escritos "apócrifos" (secretos) que los Padres de la iglesia, como por ejemplo Melitón de Sardis, siglo II; Orígenes, c. 185-253; Atanasio, c. 296-373; Anfiloquio, c. 339-c.394; Rufino, c. 345-?; Jerónimo, c. 340-420, consideraban espurios (falsos), entre éstos el término "apócrifo" llegó a significar espurio. Y fue Jerónimo, famoso traductor de la Vulgata, quien, en el Prologus Galeatus de su famosa versión de la Biblia aplicó por primera vez el nombre de "apócrifos" a los libros que no encontró en el canon hebreo de las Sagradas Escrituras. (Ver 11.07. El testimonio de Jerónimo).

Hay otros doctores de la iglesia que no aceptaron los libros apócrifos, entre los cuales mencionaremos sólo los siguientes: Hilario de Poitiers, c. 315-c. 367; el papa Gregorio I (Magno), c. 540-604; Beda, llamado "el Venerable", 672-735; Hugo de San Víctor, ?- 1141; Ricardo de San Víctor, ?- 1173; Tomás de Aquino, c. 1225-1274; Nicolás de Lira, c. 1270-c. 1349; y otros. La Iglesia Católica finalmente los aceptó en el Concilio de Trento (1545-1563). Esta aceptación distó mucho de ser unánime, pues las discusiones sobre el tema fueron intensas y prolongadas.

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