1.06. LA REFORMA REVIVIÓ EL ESTUDIO DEL IDIOMA HEBREO

Los cristianos, durante muchos siglos, no tuvieron interés en el Antiguo Testamento en hebreo, ni hicieron muchas tentativas para dominar ese idioma. Sólo dos de los padres de la iglesia, Orígenes y Jerónimo, se empeñaron en aprender hebreo. Desde la era apostólica hasta la Reforma protestante, los eruditos judíos fueron casi los únicos guardianes del idioma arcaico en que se escribió el Antiguo Testamento.

Siendo los reformadores vehementes estudiosos de la Palabra de Dios, auspiciaron y produjeron nuevas traducciones de la Biblia. Sin embargo, insistían en que cada traducción debía basarse en los idiomas originales y no en una traducción previa, ya fuera del griego o del latín. Como esto requería un profundo conocimiento del hebreo de parte de los traductores y eruditos protestantes, la Reforma dio un gran impulso a los estudios hebreos. Por ejemplo, en los siglos XVI y XVII, los eruditos cristianos publicaron 152 gramáticas hebreas; en cambio los eruditos judíos publicaron únicamente 18.

Durante los últimos ciento treinta años se han descubierto numerosas inscripciones hebreas, cananeas y en otros idiomas semíticos antiguos. Su contenido ha iluminado muchos pasajes del Antiguo Testamento, ha esclarecido incontables expresiones hebreas oscuras y ha proporcionado ejemplos que han ayudado a comprender mejor la gramática del idioma del Antiguo Testamento.

Con todo, debiera afirmarse que el conocimiento del hebreo antiguo de ninguna manera garantiza una comprensión correcta de las Sagradas Escrituras. Algunos de los mayores hebraístas de las últimas décadas han sido los críticos más destructores de la Biblia; en cambio, numerosos hombres y mujeres de Dios han explicado con solidez y vigor las páginas sagradas del Antiguo Testamento, sin saber hebreo, y han conducido a la gente al conocimiento de la verdad. Por supuesto, para el ministro de la Palabra el conocimiento del hebreo es deseable y útil. Sin embargo, las traducciones modernas generalmente están bien hechas y transmiten con bastante exactitud los pensamientos de los escritos originales. De ahí que el mejor expositor de las Escrituras no es necesariamente el hebraísta erudito, sino el hombre que tiene la medida mayor del Espíritu Santo, mediante el cual escudriña "lo profundo de Dios" (1 Cor. 2:10).

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