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11.02. Deuterocanónicos

Es importante saber que el vocablo "deuterocanónicos"¹ fue acuñado en el siglo XVI por el exégeta católico Sixto Senense (1520-1569). Este dato se encuentra en la Enciclopedia de la Biblia, de las Ediciones Garriga de Barcelona, obra preparada bajo la dirección de los escrituristas católicos Alejandro Díez Macho y Sebastián Bartina, ambos sacerdotes.


Se trata, pues, de una palabra creada a propósito para dar un nombre específico y que no resulte chocante a los libros y a las añadiduras que Jerónimo, unos mil años antes, había denominado "apócrifos". La aparición del término "deuterocanónicos" obligó a la formación del vocablo "protocanónicos".

Para conocer de fuente autorizada el significado y los alcances de ambos términos, presentamos la forma en que el Diccionario de la Biblia, del autor católico Serafín de Ausejo, define el término "deuterocanónicos":

"Se aplica a aquellos libros de la Biblia de cuya canonicidad se dudo en sectores reducidos de la primitiva Iglesia, hasta que el magisterio eclesiástico reconoció oficialmente su carácter inspirado y los admitió en el canon de la Sagrada Escritura. La expresión no es muy afortunada, pues suscita la impresión de que la Iglesia hubiera establecido dos cánones: uno en que se hubieran catalogado los libros reconocidos como inspirados por el juicio unánime de la Iglesia universal (protocanónicos); y otro posterior, en que se hubieran admitido más tarde los restantes (deuterocanónicos). Mejor es la terminología de Eusebio (Hist. Eccl. 3.25) que divide los libros del NT en tres clases: homologoúmena (= reconocidos, [o sea] nuestros protocanónicos), antilegoúmena (= discutidos, [o sea] deuterocanónicos) y nótha (literalmente bastardos, ilegítimos, e. d., aquellos a los que acá o allá, se les atribuyó indebidamente origen apostólico)" (Op. cit. [Barcelona: Herder, 1963], columna 457).

En este caso, el "magisterio eclesiástico" a que se refiere Ausejo corresponde con el pronunciamiento del Concilio de Trento (1545-1563) y el Concilio Vaticano I (1870).

Para el católico ya está resuelto el problema, pues le basta esta definición de la jerarquía de su iglesia. No necesita examinar por sí mismo los libros en cuestión. Respecto a este criterio son oportunas las palabras de Lutero:

"La Iglesia no puede dar a un libro otra autoridad que la que el libro intrínsecamente tiene, y no puede convertir en inspirado al libro cuya naturaleza no está penetrada por la inspiración" (citado por Alcides J. Alva, en Fuentes Bíblicas [Editorial CAP, 1962], p.38.

Algunos padres de la iglesia denominaron antilegoúmena (discutidos) a la Epístola a los Hebreos, 2 y 3 de Juan, 2 de Pedro, Santiago, Judas, y Apocalipsis. Son deuterocanónicos en el sentido de haber entrado al canon algo después que los otros libros. Hoy los católicos los consideran como libros canónicos. Algunos pasajes del NT, ausentes en las versiones griegas más antiguas (Mar. 16: 9-20; Luc. 22: 43-44; Juan 7: 53 al 8: 11; etc.) son algunas veces llamados "deuterocanónicos".

Acerca de éstos dice Salvador Muñoz Iglesias, profesor de Sagrada Escritura en el Seminario Mayor de Madrid y director de la revista Estudios Bíblicos:

"Realmente las secciones deuterocanónicas [del NT] son simples problemas de crítica textual" (Enciclopedia de la Biblia [Ediciones Garriga], t. II, col. 886).

Si bien los siete libros y los pasajes mencionados podrían denominarse "deuterocanónicos", por no haber formado parte del primer canon del NT, no dejan ahora de formar parte del Nuevo Testamento reconocido, tanto por católicos como por protestantes. A continuación, este mismo autor añade: "Conviene advertir que los protestantes, siguiendo la nomenclatura de San Jerónimo, llaman apócrifos a estos libros deuterocanónicos, y pseudoepígrafos a los que nosotros llamamos apócrifos". Como dato ilustrativo mencionamos que se reconocen como pseudoepígrafos - o que es evidente que se recurrió a un fraude para atribuir a un autor bíblico determinado libro, ajeno a las Escrituras - a obras tales como la Epístola de los apóstoles, escrita alrededor del año 175; la llamada Epístola de San Pablo a los Laodicenses, escrita no antes del siglo V, y que fue redactada con la intención de que pareciera la carta que el apóstol escribió a Laodicea (Col. 4:16); la Epístola de San Pablo a los alejandrinos, que sin duda fue escrita por algún discípulo del hereje Marción (?-160).

Hay otras obras también catalogadas como espurias. Entre ellas, diversos "Evangelios" como el atribuido a San Pedro, y varios "Apocalipsis" como el de San Pablo, Esteban, Tomás, Zacarías y otros.

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¹ Para tratar de salvar las dificultades con los libros "apócrifos", algunos teólogos eruditos católicos -Belarmino, Dupin, Hefele . . . - sostuvieron que hay dos grados de inspiración; que el primero o superior corresponde a los libros del canon, o sea "deuterocanónicos": de segunda clase o inspiración.

4.14. Criterios protestantes acerca del canon

Los reformadores aceptaron como canónicos los 39 libros del Antiguo Testamento, sin excepción y casi sin reservas. En cambio, los apócrifos fueron generalmente rechazados.

Martín Lutero los tradujo al alemán y los publicó con la observación, en la página del título, de que “son libros no iguales a las Sagradas Escrituras, pero útiles y buenos para leer”.

La Iglesia Anglicana fue más liberal en el uso de los apócrifos. El Libro de oración común prescribió, en 1662, la lectura de ciertas secciones de los libros apócrifos para varios días de fiesta, así como para lectura diaria durante algunas semanas en el otoño. Con todo, los Treinta y Nueve Artículos hacen diferencia entre los apócrifos y el canon.

La Iglesia Reformada se ocupó de los apócrifos durante su concilio de Dordrecht, en 1618. Gomarus y otros reformadores exigieron la eliminación de los apócrifos de las Biblias impresas. Aunque no prosperó esa exigencia, la condenación de los apócrifos por el concilio fue sin embargo tan vigorosa, que desde ese tiempo la Iglesia Reformada se opuso enérgicamente a su uso.

La mayor lucha contra los apócrifos se realizó en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX. Se editó una gran cantidad de publicaciones, de 1811 a 1852, para investigar los méritos y errores de estos libros extracanónicos del Antiguo Testamento.

El resultado fue un rechazo general de los apócrifos por los dirigentes y teólogos eclesiásticos y una clara decisión de la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera de excluir los apócrifos, de allí en adelante, de todas las Biblias publicadas por esa sociedad.

4.12. En la iglesia cristiana primitiva

En los escritos de los primeros padres de la iglesia, fueron aceptados como canónicos todos los 24 libros de la Biblia hebrea. Tan sólo en la iglesia oriental surgió alguna leve duda ocasional en cuanto a la inspiración del libro de Ester. Los libros apócrifos judíos no fueron aceptados por los más antiguos escritores de la iglesia cristiana.

Los escritos de los llamados padres apostólicos, que produjeron sus obras después de la muerte de los apóstoles hasta el año 150 d.C. aproximadamente, no contienen ninguna cita real de los apócrifos sino tan sólo unas pocas referencias a ellos. Esto muestra que originalmente los apócrifos no fueron puestos en pie de igualdad con los escritos canónicos del Antiguo Testamento en la estimación de esos dirigentes de la iglesia.

Sin embargo, los padres de la iglesia de períodos posteriores apenas si hacen diferencia alguna entre los apócrifos y el Antiguo Testamento. Comienzan citas de ambas colecciones con las mismas fórmulas. Esta evolución no parece extraña en vista de las precoces tendencias a la apostasía perceptibles en muchos sectores de la primera iglesia cristiana.

Cuando fue abandonada la sencillez de la fe cristiana, los hombres se volvieron a libros que sostenían su opinión, que no era bíblica, acerca de ciertas enseñanzas, y encontraron este apoyo parcial en los libros apócrifos judíos, rechazados aun por los mismos judíos.

4.11. Testimonios de Judíos del primer siglo

Filón de Alejandría (murió por el año 42 DC) era un filósofo judío que escribió en el tiempo de Cristo. Sus obras contienen citas de 16 de los 24 libros de la Biblia hebrea. Puede ser accidental que sus escritos no contengan citas de Ezequiel, Daniel y las Crónicas y otros cinco libros pequeños.

El historiador Josefo, escribiendo por el año 90 DC, hizo una declaración importante acerca del canon, en su obra Contra Apión:

“No poseemos miríadas de libros inconsecuentes que antagonizan unos con otros. Nuestros libros, los que están justamente acreditados, no son sino veintidós y contienen el registro de todo el tiempo. “De entre ellos cinco son de Moisés, y contienen las leyes y la narración de lo acontecido desde el origen del género humano hasta la muerte de Moisés. Este espacio de tiempo abarca casi tres mil años. Desde Moisés hasta la muerte de Artajerjes, que reinó entre los persas después de Jerjes, los profetas que sucedieron a Moisés reunieron en trece libros lo que aconteció en su época. Los cuatro restantes ofrecen himnos en alabanza de Dios y preceptos utilísimos a los hombres” (Josefo, Contra Apión, i. 8 [en Obras Completas de Flavio Josefo, ed. Acervo Cultural, Buenos Aires, 1961, tomo V, pág. 15] ).

Necesita una explicación la declaración de Josefo referente a que la Biblia de los judíos contenía 22 libros, porque se sabe que había realmente 24 libros en la Biblia hebrea antes de él y en su tiempo. Su división de 5 “libros de Moisés”, 13 libros de “profetas” y 4 libros de “himnos a Dios y preceptos para la conducta de la vida humana”, sigue más de cerca el orden de la Septuaginta que el de la Biblia hebrea; proceder comprensible puesto que escribió para lectores que hablaban griego.

Pero la base de su declaración -que la Biblia hebrea tenía 22 libros- se debió probablemente a una práctica hebrea que surgió entre algunos que procuraban ajustar el número de libros de las Escrituras de acuerdo con el número de las letras del alfabeto hebreo. Probablemente Josefo computó a Rut junto con jueces, y Lamentaciones junto con Jeremías, o posiblemente dejó afuera dos de los libros que pueden haberle parecido de poca importancia.

Otro autor judío de ese tiempo, que escribió la obra espuria llamada 4 Esdras (el 2 Esdras de los apócrifos), es el primer testigo que indica claramente que el número de libros de la Biblia hebrea era 24.

Hacia el fin del siglo I o comienzos del II, se celebró un concilio de eruditos judíos en Jamnia, al sur de Jaffa, en Palestina. Ese concilio fue presidido por Gamaliel II, junto con el rabí Akiba, el erudito judío más influyente de ese tiempo, y que fue el espíritu rector de la asamblea.

Puesto que algunos judíos consideraban ciertos libros apócrifos como de igual valor que los libros canónicos del Antiguo Testamento, los judíos querían colocar su sello oficial sobre un canon que había existido inmutable por un largo tiempo y que -así lo sentían- necesitaba ser resguardado contra posibles adiciones.

Por lo tanto, este concilio no estableció el canon del Antiguo Testamento sino sólo confirmó una posición sostenida durante siglos en cuanto a los libros de la Biblia hebrea. Con todo, es cierto que, en algunos sectores, fue cuestionada la canonicidad del Eclesiastés, Cantares, Proverbios y Ester. Pero el mencionado rabí Akiba eliminó las dudas con su autoridad y elocuencia, y esos libros mantuvieron su lugar en el canon hebreo.

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